sábado, 9 de junio de 2018

Escribir un evento de tu vida de atrás hacia adelante

El siguiente texto que escribí el año pasado es el resultado de un ejercicio que funciona como disparador de escritura narrativa. Forma parte del proyecto mensual de treinta días extraído del maravilloso blog Escribir.me de la escritora (o, como ella se define de manera puntual y creativa: escriviviente) Aniko Villalba; el cual reúne distintos tips de otros escritores creativos que la inspiraron a ella escribir, y también disparadores propios.
A mí particularmente me sirvieron (y sirven) mucho estos disparadores, sobre todo en la época que estuve con el famoso "bloqueo de escritor" y, aunque hoy ya no lo tenga, siempre es bueno recurrir a un ejercicio que te mantiene la creatividad vigente; ya que es la práctica lo que la mejora y no esperar una inspiración mágica caída del cielo a modo de epifanía.
Escribir a veces es difícil, como cualquier otra actividad que amemos y nos desconecte de la realidad en que estamos inmersos (tocar un instrumento, bailar, dibujar, hacer artesanías, salir a correr; etc). Pero si disfrutamos de hacerlo y nos hace sentir vivos, si nos conecta con nuestra propia esencia en una sociedad que nos conduce a ser uno más, a ser solo una pieza de un engranaje colectivo que nos exime de todo tipo de identidad, de autonomía, de libertad y alegría; entonces con más razón debemos hacerlo. Dejarse abatir por la rutina es fácil, tirarse a la queja también; pero es de valientes ir contra la corriente y dedicarle tiempo a lo que creemos que vale la pena, aún si el mundo lo considera irrelevante. Aunque sea dedicarle diez o quince minutos por día, al principio. Dicen que la mente tarda veintiún días en formarse un hábito, sea bueno o malo. Podemos, entonces, darle una manita para ayudarnos en nuestro propósito de ser un poquito más felices, ¿no?

Este texto pertenece a la consigna del día 14: "Escribir un evento de tu vida de atrás hacia adelante", el cual invita a escribir un evento dramático de tu vida (un accidente, una pelea o pérdida) y escribirlo de modo tal que diese la sensación de estar viendo una película y que la cámara la haya filmado esa circunstancia solo permitiese verla de atrás hacia adelante.
Acá va:


Salió corriendo con mi teléfono roto y caí de rodillas, temblando y llorando de un modo convulsivo, sin poder salir del estado de shock.
Doy fe que estar frente a frente con la muerte hace que tu mente proyecte flashes de distintos momentos de tu vida, como si fuera un videoclip.
En ese corto lapso me vi de bebé, rechoncha y risueña, y fui observadora omnisciente de distintos momentos de mi crecimiento. Me vi con mis papás, mis abuelos, mis tíos, mis primos, mis perritos; me vi saliendo del jardín y entrando a la escuela, jugando al Sega, mirando Sailor Moon, leyendo Harry Potter y escribiendo canciones con mi guitarra a mi lado; el día en que me enteré que mi mamá estaba embarazada después de tanta espera y el nacimiento de mi hermana, mi fiesta de quince años, mi viaje de egresados a Córdoba, la muerte de mi amado nonno, la adolescencia con mis amigos, mi primer beso, la primera vez que me enamoré... 
"Dame todo lo que tengas o disparo", había dicho, poniéndome la pistola en la sien derecha.
Entendí que éstas podrían llegar a ser las últimas palabras que oyera y, con el cuerpo paralizado y casi en un intento irrefrenable por aferrarme a la vida, cerré a los ojos y me entregué a su voluntad, sin saber qué hacer o cómo actuar, y deseando que mi vida no llegase a su final con apenas diecinueve años de existir.
Todo transcurrió en esos eternos segundos (tal vez fue un minuto, o tal vez dos) en que sentí el frío contacto del hierro del arma con la piel de mi rostro bañado en lágrimas y mi cuerpo helándose, en parte por temblar de miedo, en parte por la fría brisa que producían los pocos árboles que habitaban en esa esquina, en ese rincón inhóspito y descuidado del Conurbano Bonaerense; en aquella oscura noche de verano de 2010. 
Fue un impulso estúpido el que nos condujo hacia allí, la impunidad y el desparpajo de la juventud. Decidimos salir solas, mi amiga y yo, un viernes pasada la medianoche (madrugada de sábado), a tomar un colectivo que nos lleve al boliche, en lugar de ir en remis. 
Si algo me salvó, tal vez, de que el tipo jale el gatillo, fue que mi amiga tuvo la lucidez mental de tomar mi cartera y vaciarla en mitad de la calle, para que viese que no tenía ningún objeto de valor: tan solo maquillajes, mi libreta de DNI, un saquito de hilo, unos lentes de sol y un celular baratija que compré usado en Mercado Libre. 
Me había olvidado la billetera en la casa de mi amiga, con la mitad de mi sueldo que iba a destinar a comprar ropa esa mañana.
Pero esa mañana no fui. 

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