domingo, 18 de octubre de 2015

La boda

"Para siempre" le había dicho él bajo la luna, aquella noche en que sus almas y sus cuerpos se entrelazaron por primera vez, sellando los cimientos de un amor puro, sincero y eterno.
"Para siempre" pensó ella mientras diseñaba su vestido de bodas soñado, imaginando lo radiante que se vería usándolo en la noche más perfecta y anhelada de su vida; bailando el vals de la mano de su amado.
"Para siempre" rezaba el final de cada carta, de cada llamado, de cada promesa de amor que se hacían proyectando un futuro juntos.
"Para siempre" ella le decía a él en sus peores miserias, acompañándolo incondicionalmente; porque él era su compañero de vida, y estaría con él hasta las últimas circunstancias.
"En el lugar de siempre" decía ese mensaje que accidentalmente leyó. E instintivamente imaginó el lugar. Tomó el primer taxi que encontró al salir de la casa, en la avenida, y de lejos lo divisó. Sigilosamente, siguió sus pasos y lo vio a él, bajando de su automóvil en compañía de otra dama de vestido rojo. Y allí se encontraba ella, con lágrimas bañando su rostro, con el corazón destrozado y el brillo apagado en su mirada.
Caminó hacia ellos, y casi no reparó en la cara de incredulidad de su amor al verla allí. Llevó la mano al bolsillo de su tapado y tomó su revólver. Sin titubear, gatilló. Él cayó al piso, temblando, con la rodilla sangrándole. La mujer que lo acompañaba corrió gritando despavorida, pidiendo auxilio. Ella se acercó hasta pararse a su lado. Lo miró fría y despectivamente. Él preguntó, agitado, sin entender: "¿por qué lo hiciste?", ella sonrió de costado con una mueca, sin mover ningún otro músculo de su ahora gélido y sombrío rostro, y con desdén le dijo "porque tu amor es mío por siempre".
Hizo estallar sus sesos de un segundo disparo, certero y letal.

Se quedó en seco, parada inmóvil, contemplando el cadáver de su prometido, con la mirada perdida. Recordó entonces el dulce tacto y sabor de sus labios, la caricia de cada mañana, las risas juntos, los proyectos. Y una ahogada congoja brotó desde sus entrañas. Ya nada tenía sentido ahora. Rompió en un llanto amargo y desconsolado. Se dejó caer de rodillas y se acostó al lado del cuerpo inerte, que ya comenzaba a enfriarse. Acarició el rostro de compañero y notó el caudal sanguíneo que emergía del ahora abierto cráneo, donde había un hueco, producto de su balazo.
Parecía no escuchar los alaridos de la amante, los cuchicheos de los curiosos ni la sirena de la policía que cada vez sonaba más fuerte. Ese momento era eterno, y era suyo. No permitiría que nadie lo estropeara. Eran ellos ante la eternidad.

Besó apasionadamente en los labios al difunto, sin importarle el nauseabundo olor que desprendía. Se incorporó hasta quedar sentada, con un brazo sujetado a su amado, y con el otro; su arma. La llevó a su sien y dijo "ya nada, ni la muerte, podrá separarnos", y disparó.



La pólvora fue el arroz, las balas; sus alianzas. Un ramo de flores de sesos, y las sangres de ambos se fundieron en un inmenso charco, que más que su lecho de muerte, fue su altar de bodas.
Ya estaban unidos por siempre...




No hay comentarios:

Publicar un comentario