miércoles, 20 de enero de 2016

Libertad

Corría. Acelerada e incansablemente. Trotaba de forma veloz, tenaz, casi inaudible. Casi imperceptible a los sentidos. Era un frenesí en el viento, una vorágine energética, como si todos los planetas se alinearan al mismo tiempo, para formar un fenómeno deslumbrante e inolvidable, de belleza única y particular.
Corría marcando huellas en la tierra. Sentía a su cabellera despeinarse y a sus pulmones embriagarse con el aire puro. Así que así se sentía la libertad: fresca, veloz, eterna... Incomparable. Como si el universo lo hubiera deseado. Como si no existiera un mañana. Como si no hubiera un despertar, pero a su vez; sintiéndose más vivo que nunca...

Y correría tanto como pudiera, como le bastara el cuerpo, la mente y el espíritu. Porque no sólo escapaba, también renovaba. Nacía una vida nueva, una vida libre. Una vida libre de ataduras. Una vida libre de injusticias. Una vida en la que solamente él y los elementos de la madre naturaleza existieran, donde podría coexistir en armonía con otros seres como él e incluso diferentes, y donde pudiera morir yéndose de este mundo en el momento justo, preciso, correcto. Ni antes, ni después. Por imposición ni sometimiento de nadie.

Porque ya nadie, nunca más, lo obligaría a hacer algo que no quisiera. Ya nadie nunca lo ejercería a sobrellevar un peso ajeno a él. Ya nadie nunca lo esclavizaría. Ya nadie nunca lo encadenaría. Jamás.

Nunca se había sentido tan agradecido con un humano por haber olvidado abierta la puerta de la tranquera...

No hay comentarios:

Publicar un comentario