domingo, 4 de febrero de 2018

Perdido

"¿Dónde estoy?"
Le agradaba el sonido de los acordes de la guitarra sonando, mientras bailaba aferrado a los barrotes de su cuna. Era apenas un niño, chiquito, regordete y con una gran sonrisa. Lo veía a su papá tocando y él se sentía feliz.
Se le desdibujaba el recuerdo, pero oía risas, la voz de mamá cantándole canciones infantiles y cuerdas sonando al aire, arpegios, finalmente solos pentatónicos y más elaborados. Oía su propia voz en una melodía, yendo desde una aguda voz de niño a un sonido más ronco.
De repente, papá tenía menos pelo en su cabeza y la barba más tupida, con algunas canas asomando. Mamá lo miraba con dulzura, como siempre, con algunas pequeñas arrugas en su delicado rostro. 
"Hijo..."
Veía luces de colores y una oscuridad penetrante, que lo abrumaba. Murmullos, gritos y el sonido de un parlante que le atravesaba los tímpanos y le aceleraba el ritmo cardíaco.
Con la brisa en su cara, cerraba los ojos y volvía a evocar, como si fuera una película, esos recuerdos de la niñez.
"¡Sorpresa!", una caja gigante envuelta en papel de regalo. Mamá lo miraba exultante de felicidad. ¡Su primera guitarra eléctrica! 
Papá ya estaba un poco viejo, pero feliz de ver a su hijo adolescente con su más preciado sueño entre sus manos. "Tenés talento, hijo, vas a llegar lejos", solía decirle, lleno de orgullo. Sus pulsaciones se aceleraban a medida que iba desgarrando el paquete. Sus pulsaciones...
"Uno, dos tres; uno, dos, tres...". Sentía la opresión en el pecho de unas manos que le ejercían peso. Quería gritar, quería correr, quería volar; se sentía preso de su propio cuerpo.
Culpa.
"No te entiendo, Santiago, ¿por qué hacés ésto?", los ojos de la única chica a la que había amado se veían llenos de lágrimas y transmitían una profunda decepción. Pensó en su aroma, en su piel, en la calidez de sus labios, su primer beso años atrás... Liz estaba marchándose. Y mientras se alejaba de su vida, el recuerdo del sonido de su voz diciéndole alegre y cantarina "¡te amo, tontito!" y de su risa mientras él le hacía cosquillas le colmó los sentidos, y esa risa se transformó en un llanto que le desgarraba por dentro. 
Dolor.
"Tenés que estar al 100% si querés dedicarte a ésto. No importa la hora. Vos no dormís, tu vida ahora es ésta. Tomá...", la primer bolsita con polvo blanco de su vida. En principio, dudó. Pero no podía permitirse no resistir...
Aspiraba y se sentía en el éxtasis. Todo el estadio vibraba y cantaba a la par, pendiente de él; de manera proporcional a lo que crecía su cuenta bancaria.
"Voy por más, por más"... Se llenaba de adrenalina. Su dulce Liz lo miraba y le tiraba besos, pero no era la única. La morena que estaba a la derecha del escenario, también. Y su ajustado vestido blanco mostraba más de lo que insinuaba. Audaz, se mordía el labio inferior mientras que, con la mano derecha, se acariciaba el escote, dejando levemente al descubierto sus grandes pechos. Sintió un calor entre sus piernas. El solo de guitarra sonó aún más fuerte. 
Aspiró el cristal.
Arriba, abajo, arriba, abajo; ella gritaba de placer en cada embestida. Él se sentía frenético, salvaje e indomable, como en el escenario. Su cabeza daba vueltas y su cuerpo se sacudía en un frenesí animal mientras su mente vagaba por un letargo onírico. Y ese fue el comienzo de las múltiples infidelidades.
Ya no estaban los amigos del barrio, los partidos de fútbol de los sábados habían sido reemplazados por cócteles y fiestas con otros músicos, millonarios empresarios de la industria del entretenimiento y famosas modelos, que solían terminar enredadas entre sus sábanas. 
"Santiago, ya no podés estar en la banda". 
"Señora, su hijo necesita asistencia inmediata".
"Yo te amo, Santiago, pero no aguanto más".
Y volvió a aspirar nuevamente, hasta dejar de sentir la tristeza y convertirla en euforia, necesitaba aplacar ese remordimiento para darse ímpetu. Y salió así a su último concierto, a tocar y cantar más fuerte que nunca.
Oscuridad.
"¡Emergencias, por favor!". "¡Una ambulancia ya!". "El chico va a morir!".
Lejanía.
"Hijo, por favor, hijo..." Sus padres lo miraban desde arriba caminando aceleradamente por un corredor. La luz blanca del cielo raso lo enceguecía, al igual que lo hacían los flashes de las cámaras que solían perseguirlo, con periodistas que le interrumpían el paso para preguntarle cosas como "¿cuándo sale el nuevo disco?". 
"Hijo, no te vayas"... El susurro desgarrador de su madre se oía cada vez más lejano y con más eco y se le desdibujaba su imagen, a medida que la aguja ingresaba en su cuerpo, deteniéndole la convulsión que lo sacudía en su camilla.
Le encantaba la paz que le concedía el pinchazo. No sentía dolor, ni tristeza, ni frustraciones. Ni tampoco culpa, que era el sentimiento más habitual que lo acompañaba desde hacía algunos años. Culpa por sus padres, por lo mal que les había retribuido. Culpa por no haber sabido valorar a Liz a tiempo. Culpa por no merecer a ninguno de sus seres amados. Culpa por sí mismo y la traición que le había hecho a su esencia. Por eso esperaba a terminar cada show para calmarse con su dosis. Uno, y otro, y otro, y otro pinchazo. Aspirar, beber, aspirar, gritar, llorar, beber, gritar, gemir, tocar, cantar, respirar, caer...
"No puedo".
El sonido determinante del electrocardiógrafo era casi idéntico al punto más alto del solo que acostumbraba hacer al final de cada show. Los rostros de los espectadores se convertían en monstruos amorfos, algunos cíclopes, otros con varios ojos, y luego iban transformándose nuevamente a una forma humana, con barbijos azules tapándoles medio rostro.
Sentía su guitarra encima de su vientre. Sentía la cabeza de su padre sobre su pecho llorando. Sentía el perfume de Liz, el que él le regaló en su primer aniversario. Sentía los flashes rebotar sobre sus ojos. Escuchaba la canción que le cantaba Mamá para dormir. De pronto, silencio, paz, y un enorme predio con césped verde recién cortado.
"Adiós..."
Despertó en el establo, algo confundido y aturdido. Le dolía la cabeza, pero miró a su alrededor y, al ver las montañas y a sus animales, se sintió reconfortado. Sacudió su overol, cubierto de paja y césped, y sonrió. Se dijo que la vida había sido bastante buena con él al darle una segunda oportunidad, al recordar que llevaba cincuenta años limpio de drogas. Salió a la casa y pensó que sería una buena idea desempolvar su vieja guitarra criolla para cantarle a su nieto una canción de cuna...